Un documento para la reflexión y el debate en la Corriente y en las Casas Compañeras frente a un año decisivo para el proyecto nacional y popular.
Al finalizar la II Guerra Mundial, Estados Unidos se torna potencia hegemónica del mundo capitalista. En el marco de la entonces flamante Guerra Fría, surgen en América Latina procesos emancipatorios, con profundos sesgos de desarrollo nacional autónomo y de inclusión social. El peronismo es el de más densidad y proyección histórica, pues se apoya en una clase obrera reorganizada y potenciada como sujeto decisivo del proceso.
A partir de comienzos de la década del ’50, la competencia económica, política y militar entre Estados Unidos y el bloque del Este aparece estancada, más allá de que Washington ya le había advertido al mundo, a soviéticos y a europeos aliados, que la delantera tecnológica y bélica estaba por recaer en sus manos: esa es la explicación última de los genocidas bombardeos atómicos sobre Hiroshima y Nagasaki.
En ese contexto de empate provisorio es que Estados Unidos pone en acción, en forma revalorizada, un principio estratégico que había sido inaugurado a fines del siglo XIX, precisamente una vez concluida su Guerra de Secesión, momento en que se organiza como país de cara al XX, ya con pretensiones hegemónicas. Tenemos como ejemplo el diseño expansionista en Filipinas, Cuba y otras regiones, operaciones político-militares que permiten vislumbrar un fenómeno que, un siglo después, pasaría a constituirse como vector estratégico de toda política de dominación: nos referimos al rol que jugaron en ese entonces, a favor de la expansión del capitalismo estadounidense, sus primeras y embrionarias corporaciones mediáticas.
Se revitaliza entonces la vieja Doctrina Monroe con su teoría del “patio trasero”: Estados Unidos decide que, bajo ningún concepto, pueden surgir en América Latina procesos políticos que pongan en juego su papel dominante. Esa es la explicación estratégica global del golpe de Estado del ’55.
Sin embargo, y reiteramos, más allá de Hiroshima y Nagasaki, el escenario internacional de la Guerra Fría aún no terminaba de definir la supremacía de Estados Unidos; y, durante la década del ’60, se potencian los movimientos independentistas y revolucionarios en África y América Latina, para los cuales es de suma importancia el rol que comienza a jugar la China de Mao, ya una tercera en discordia entre las voces fuertes del tablero abierto en la postguerra: Washington y Moscú.
América Latina en su conjunto, latente entonces bajo dictaduras o democracias formales, y acosada por lo que parecía un síndrome de golpismo endémico (consecuencia de la vigencia absoluta de la Doctrina de la Seguridad Nacional en su primera etapa de desarrollo teórico y práctico), recibe el impacto de la Revolución Cubana, triunfante en 1959.
Las décadas del ’60 y del ’70, hasta la reinstauración golpista, estuvieron determinadas por el desarrollo de organizaciones político militares de carácter revolucionario de distintos tipos y perfiles ideológicos, correspondientes a las características socioculturales y políticas de cada uno de los países latinoamericanos. En el nuestro, la Resistencia Peronista surgida tras el golpe del ’55 se resignificó en términos de organizaciones armadas, las que convivieron con otras no peronistas.
A principios de la década del ’70, Estados Unidos cierra el círculo que lo llevara a culminar su transito hacia el dominio absoluto global, y comienza a vislumbrar rivales al interior del propio bloque hegemónico.
La Administración Nixon cancela el respaldo en oro del dólar, provocando un deslizamiento del poder hacia el sector financiero de la economía capitalista internacional; y se convierte en el Imperio más “perfecto” de la Historia, pues, y con el monopolio de la emisión monetaria única para todas las transacciones internacionales, se convierte en una metrópoli que vive del subsidio llegado desde el mundo periférico; subsidio global que había tenido su principal punto de arranque en un sector estratégico: recién finalizada la II Guerra Mundial, la Casa Blanca y su socia Arabia Saudita pactaron a tiempo indeterminado que Estados Unidos recibiría petróleo a por lo menos un 25 por ciento por debajo de su precio internacional. Hasta nuestros días ese es uno de los mecanismos básicos que hacen posible que Estados Unidos sea potencia, pese a reunir por años el déficit fiscal y la deuda externa más abultados de la historia de la humanidad.
Estados Unidos pasa a ser el productor y exportador de los dos “productos” básicos para la reproducción del sistema capitalista, tanto así que son los que le permiten también su supremacía militar y tecnológica: el dólar y los dispositivos culturales de producción y reproducción ideológica (Estados Unidos produce el 75 por ciento de todos los contendidos comunicacionales que producen en el planeta).
Así, y desde mediados de los años ’70, Washington comienza a prever el escenario global sobre el cual debería confrontar durante las próximas décadas:
• constata que la Unión Soviética se rendiría más temprano que tarde, porque todos los informes especializados, propios y ajenos, admitían que la brecha tecnológica a favor de Estados Unidos ya era insalvable;
• interpreta que los últimos pasos de Mao y los de los dirigentes chinos que lo sucederían se orientaban hacia la reformulación de la China socialista, con vocación de reconversión de su economía hacia un modelo de mercado, con rígidos controles centrales, y con inmediata proyección como nueva potencia;
• y toma nota de que Europa Occidental, a la que habían provisto con el Plan Marshall, para evitar que sobre ella recayese la influencia soviética, marchaba a paso firme hacia su recuperación e integración, como otra facción del bloque hegemónico capitalista global; en ese mismo orden de análisis, estima que Japón pasaría a ser un actor de segundo nivel, absorbido por las reformas chinas que se avecinaban.
No debió pasar mucho tiempo para que los estrategas civiles y militares de Washington pudiesen observar que sus prognosis eran acertadas: a fines de la década del ’80, cayó el Muro (después de la debacle de las tropas soviéticas en Afganistán, hecho que era inevitable); a mediados de la década del ’80, el Comité Central del Partido Comunista de China había lanzado su programa estratégico de reconversión, y, en 1992, la OTAN y el FMI ya vaticinan en su informes que Pekín sería la capital de la nueva potencia mundial en ascenso, y en menos de 10 años; para ese misma época, la Comunidad Europea comienza a trabajar en lo que a poco desembocó, primero como Unión Europea, y después en la creación del euro.
El desafío no era menor. Para el contexto que se avecinaba había que contar con el cuerpo teórico y con la capacidad financiera, política, diplomática y militar que le permitiese a Estados Unidos afrontar las próximas décadas, manteniendo su rol hegemónico.
Ese programa pasó y pasa por mantener la centralidad del dólar (ello significa la administración del gran mito-fetiche del ordenamiento capitalista desde sus orígenes) y los subsidios globales que mantienen su economía; asegurarse el control de la diversificada gama de recursos energéticos y naturales; y contar con los dispositivos políticos y de control ideológico adecuados a una economía global y de rápida circulación de bienes tangibles e intangibles (aquí el rol estratégico de la corporaciones mediáticas oligopolizadas).
Así nacen las teorías de “los nuevos enemigos”, “la guerra infinita”, “la democracia vigilada”, “la guerra contra el terrorismo”, “la guerra de baja intensidad” y “el libre comercio” en su versión siglo XXI, porque hay que recordar que, fronteras afuera –nunca dentro de su propio territorio-, Estados Unidos desarrolla ese último eje desde el fin de la Guerra de Secesión, a finales del siglo XIX. También nacen las hipótesis territoriales y temáticas de conflictos, siendo las primeras Asia, (especialmente China), Europa, África y América Latina, bien diferenciadas entre ellas; y entre las segundas, recursos naturales (agua dulce en los primeros lugares) y energéticos, pasos de circulación de esos recursos, y circuitos financieros, legales e “ilegales”, desde los cuales asegurar la supremacía del dólar.
Se registraron experiencias políticas, económicas y militares de carácter preliminar, todas ubicadas en la pasada década del ’90: la crisis de la ex Yugoslavia y la llamada guerra de los Balcanes; el surgimiento del poder islámico –en sus orígenes financiado por las agencias secretas de Estados Unidos para contención del bloque europeo, para justificar el carácter cada mes agresivo de Israel (una base de Estados Unidos) y para poner en crisis a ciertos regímenes políticos aliados pero obsoletos (las actuales convulsiones en África del norte también deben ser entendidas desde esa clave). Asimismo, las guerras tribales en África y en la imposición de la Organización Mundial de Comercio (OMC). No incluimos aquí los casos pertenecientes al ámbito latinoamericano, porque los trataremos en específico en los próximos párrafos.
A mediados de la década del ’80, Estados Unidos bendijo y consagró el denominado Consenso de Washington, un programa económico y político global, pero de particular aplicación en América Latina. Implicó el perfeccionamiento del proyecto neoliberal a partir de los regímenes democráticos formales que sucedieron a las dictaduras militares (otra necesidad estratégica de Washington en orden a la globalidad de los negocios internacionales, consecuencia de los abultados stocks financieros que comenzaron a gestarse tras la salida del dólar del patrón oro y de la revolución científico-técnica, en especial la informática).
El punto de partida para la aplicación del Consenso de Washington fueron los marcos socio económicos impresos por la dictaduras en la región, en especial el brutal endeudamiento externo (que las democracias post regímenes militares aumentaron) y el rompimiento de los tejidos políticos, sociales y culturales, hecho éste ultimo que no puede desvincularse de la genocida represión sufrida por nuestros pueblos durante los años de la Doctrina de Seguridad Nacional.
Para la implementación del Consenso de Washington se apeló entonces a la teoría de la democracia vigilada (las alternancias en los gobiernos constitucionales deben tener lugar entre sectores políticos que avalan el modelo, impidiendo el surgimiento de actores rebeldes ante el mismo) y a la de la guerra de baja intensidad (despliegue militar de nuevo tiempo, eficaz para reprimir protestas y para crear focos de conflictos desestabilizadores de posibles proyectos políticos o gobiernos contradictores del Consenso de Washington). En orden a esa segunda posibilidad de aplicación de la guerra de baja intensidad surge la importancia de la teoría de los nuevos enemigos o nuevos desafíos, como el narcotráfico, el crimen organizado y la inseguridad.
Un ejemplo claro del caso señalado es el Plan Colombia, ideado y aplicado como matriz de ocupación territorial de Estados Unidos sobre las cuencas de recursos naturales y energéticos de América del Sur, bajo el pretexto de cooperar con el gobierno de Bogotá en la lucha contra el narcotráfico; siendo ésta, por otra parte, una actividad controlada por las agencias de seguridad de Washington, y administrada por el sistema financiero de ese país, toda vez que es generadora de una masa millonaria de dólares que forman parte del paquete de subsidios analizado en párrafos anteriores, sostén irrenunciable del más poderoso centro imperial de la Historia.
Fue en el marco de ese paradigma que a fines de la década del ’90 y en los primeros años de la nueva centuria, Estados Unidos como aparato de Estado y su sistema económico concentrado y corporativo, provocaron dos hechos de brutales resonancias, sólo explicables desde la necesidad del Imperio de consolidarse como tal: el lanzamiento de llamada guerra antiterrorista global (consecuencias de ella fueron los genocidios y ocupaciones de Afganistán e Irak, e incluso los espectaculares atentados del 11-S) y el saqueo de las arcas de los llamados países periféricos (la denominada crisis Argentina, que desembocó en el “corralito” y en las represiones brutales del gobierno radical, antes de su caída, en diciembre de 2001, quizá sea el mejor ejemplo).
El denominado “crimen organizado” y la “inseguridad urbana” como fenómeno amplificado son categorías de la guerra de baja intensidad que se registran con claridad en nuestro país, toda vez que operan como escenarios de posible desestabilización y emplean matrices de las prácticas políticas tradicionales y pervertidas a partir de la dictadura. Esa es la clave para comprender lo que se convino en denominar “duhaldismo”, por ejemplo.
Dentro del esquema subrayado en los últimos párrafos cabe poner especial énfasis en el rol estratégico que jugó y juega la corporación mediática oligopolizada dentro del proyecto de dominación: tiene a su cargo la generación de consensos, el disciplinamiento de enormes contingentes sociales en orden a un sistema de valores convalidatorio del propio proyecto de dominación, mediante contenidos informativos, culturales, deportivos, de recreación en general, y hasta educativos formales, en las tres instancias básicas (primaria, secundaria y universitaria).
Excedería las posibilidades de este cuadernillo para la militancia enumerar los ejemplos argentinos que exhiben cómo ese esquema global y regional se aplicó sobre nuestra sociedad. Quizá baste con lo siguiente.
El restablecimiento del orden constitucional, en 1983, con la llegada al gobierno de Raúl Alfonsín, fue un paso decisivo en términos de recuperación institucional, pero vaciado de densidad y continente del paradigma dependiente neoliberal impuesto tras el golpe del ’76. Esa propia debilidad intrínseca del alfonsinismo gobernante –un proyecto que expresaba cierto aglutinamiento pluriclasista pero alejado de toda propuesta ideológica y política de contenido popular, en el sentido de considerar a la clase trabajadora y a las masas empobrecidas como sujeto determinante de la construcción democrática – fue la que derivó en la licuación y caída, y lo que es peor, en una ofensiva virulenta de los actores más agresivos de bloque hegemónico, de matriz neoliberal.
La llamada hiperinflación, la renuncia de Alfonsín y el advenimiento de Carlos Menem como figura rectora en el orden político de los ’90, fueron factores de una misma ecuación y arrojaron las siguiente consecuencias principales: la Argentina oligárquica completó el programa económico, social y cultural iniciado por Videla; se descompone el tejido social y político a raíz de las agresiones económicas al conjunto de la sociedad, en especial a la clase trabajadora, y al Estado; y se vacía de contenido popular, democrático y transformador a las estructuras organizativas y militantes del movimiento peronista.
Para imponer el modelo rabiosamente neoliberal que imperó en los ’90, la Argentina oligárquica no tenía otra opción, debía cooptar al movimiento peronista, y lo logró a través del denominado menemismo; utilizando a esas propias estructuras para enquistar en ellas los métodos y los objetivos previstos por la doctrina de la democracia vigilada: así se explica la facción duhaldista y la instauración de un subsuelo político de crimen organizado.
Debilitado el menemismo tras ocho años de poder discrecional, la Argentina oligárquica amortiguó los cambios que se avecinaban con la anuencia del aparato derechista de la UCR y elementos autoproclamados progresistas pero alejados de la dialéctica del campo popular, que optaron por cierto posibilismo mediocre, alentado éste por lo que ya se había convertido en comandancia estratégica de esa Argentina oligárquica; es decir, por la corporación mediática oligopolizada, encabezada por el Grupo Clarín.
La crisis del 2001 era inevitable. Los actores del campo popular desarticulados, la supervivencia de la CGT, incluso el desarrollo de la CTA y el rol de los movimientos sociales, especialmente los de desocupados, más el hartazgo de las capas medias ya pauperizadas y ahora tomadas por asalto por el “corralito” de Cavallo, hicieron eclosión. La trama de contención política y social prevista por la doctrina de la democracia vigilada estalló por los aires, y Argentina entró en una típica crisis de hegemonía, en la cual las fuerzas de la Argentina oligárquica perdían el control pero no existía una fuerza nacional, popular y democrática que pudiese ponerse al frente de los acontecimientos.
En ese marco, y dentro del paradigma político central de la Argentina desde 1946, no había otra posibilidad de que sucediese lo que sucedió: que el debate y la puja se librase dentro de ese paradigma, el peronismo. Y fue allí, en ese contexto, donde en nuestro país se expresó lo que suele aparecer a lo largo de la Historia en situaciones de crisis hegemónicas: la irrupción de un actor capaz de leer en profundidad la situación, con todas sus aristas y complejidades, para darle forma a la recuperación de la naturaleza, de la ontología profunda del peronismo, que es transformadora en un sentido popular y democrático, que es revolucionaria, entendiendo que todo proceso transformador y revolucionario se da dentro de una ecuación dialéctica de factores objetivos y subjetivos históricamente condicionados. Ese actor se llamo Néstor Kirchner, quien dentro del paradigma, de la cosmogonía peronista, supo interpretar el tiempo social en que a ésta le tocaba actuar, y materializó en la práctica el programa básico que anidaba en el deseo de las grandes mayorías populares, dándole forma de acción política a ese deseo.
Es por eso que desde su irrupción en 2003, Kirchner pasó a ser el enemigo número uno de la Argentina oligárquica, enfrentamiento que fue subrayándose a medida que él resolvía los desafíos de la coyuntura con decisiones políticas transformadoras.
El punto de eclosión tuvo lugar durante el comienzo del mandato de Cristina, cuando la Argentina oligárquica intentó el golpe blando, operación que la corporación mediática bautizó “crisis del campo”. Fue ese un momento decisivo, en el que la conducción del campo popular ya encarnada en Néstor, pero también en Cristina, debió decidir dentro de una alternativa de hierro: rendirse o pasar a la contraofensiva; y optar por el camino patriótico, por una contraofensiva que encerraba en sí una estrategia de profundización del modelo transformador e inclusivo.
A partir de esa contraofensiva, la adopción de políticas de Estado como la Asignación Universal por Hijo y tantas otras previstas dentro del concepto de crecimiento económico sostenido con inclusión, la profundización de la política de Derechos Humanos, la ley de matrimonio igualitario y otros vectores fueron dándole forma a esta realidad que hoy nos convoca, en la cual el consenso social respecto del modelo que, tras la muerte de Néstor conduce Cristina, va en aumento exponencial.
Sin embargo, dentro de ese contexto de políticas de Estado figura una que fue determinante, la de mayor densidad estratégica. Nos referimos a la nueva Ley de Medios Audiovisuales, porque, al atacar de lleno a la comunicación como mercancía monopolizada, se puso en marcha un dispositivo cultural (ideológico) indispensable para generar consensos democráticos y transformadores.
La lucha por “la nueva ley de medios” y el fortalecimiento del militante y mandatario por parte de Cristina para ponerse al hombro esa misma lucha (Gabriel Mariotto) crearon las condiciones para que éste y un grupo de compañeros desarrollasen la siguiente idea.
Esas luchas y las que devinieron tras la sanción de la ley constituyeron un hecho político que excedió a la especificidad de su origen –la comunicación– y a los actores primariamente involucrados, como lo fueron las carreras de comunicación, los pequeños radiodifusores, etc., a veces en forma aislada otras en forma organizada. Como también sucedió con la lucha por el matrimonio igualitario, la encauzada en torno a la democratización de la palabra abrió un abanico de sujetos activos y expectativas militantes sin precedente; por supuesto en el contexto de las medidas de gobierno tomadas por la compañera Cristina a partir de la sabia decisión de pasar a la contraofensiva, según analizáramos en párrafos anteriores.
La tarea consistió, entonces, en pensar qué hacer con esa masa crítica movilizada y deseosa de participación política.
Surgió así la puesta en marcha de la Corriente por una Comunicación Nacional, Popular y Democrática (CCNP), concebida como un espacio político bajo la conducción de Mariotto con los siguientes objetivos:
• concientizar y movilizar a la sociedad en pos del proceso de democratización comunicacional abierto con la sanción de nueva ley de medios audiovisuales,
• en ese sentido, acompañar todas las iniciativas de comunicación popular y sobre comunicación democrática, surgidas desde los movimientos sociales y culturales y del propio Estado nacional, como lo son, por ejemplo, los portentosos programas de inclusión comunicacional y cultural Fútbol para Todos y ahora Deporte para Todos
• entroncar esas luchas con el marco más amplio dado por el Proyecto Nacional que en la actualidad conduce la compañera presidenta,
• y ser una herramienta puesta a disposición de Cristina para toda instancia de militancia, tanto en el terreno electoral como en el de la gestión, considerando que nuestra dirección y militantes asumirán las tareas que Cristina proponga.
Entendemos que el proceso de transformaciones iniciado por Néstor Kirchner es hoy el más avanzando en términos de inclusión económica, social, política y cultural para las grandes mayorías del pueblo argentino, especialmente para la clase trabajadora y los sectores mas necesitados y golpeados por los programas impuestos por la última dictadura militar, y prolongados durante las dos décadas de democracia vigilada que la siguieron.
Casas Compañeras es un instrumento de militancia territorial, pensado desde el espacio político que conduce el compañero Gabriel Mariotto, con alcances tácticos y estratégicos.
Fue concebido para ayudar en la organización militante del pueblo en pos de un nuevo mandato presidencial de Cristina, la única garantía de consolidación y profundización del modelo inaugurado por Néstor en el 2003.
Pero también pensado para que ese aporte a Cristina tenga componentes de largo alcance, como por ejemplo poner a su disposición una construcción política y una dirección de la misma capaz de continuar su senda. Si el objetivo inmediato se alcanza y si a más largo plazo se materializa, la transformación democrática, nacional, popular e inclusiva de la patria quedará asegurada. En una concesión a la semántica liberal, podríamos decir que si ello se da, los argentinos labraremos un nuevo “contrato social”; le pondremos fin al modelo hegemónico, que se reconvirtió a sí mismo en cada una de sus ofensivas contra los proyectos populares, y que es el modelo de la llamada generación del ’80; y le daremos paso entonces al país de la generación del Bicentenario.
Para trabajar en esa dirección, Casas Compañeras debe constituirse en el instrumento de potenciación política que el momento demanda y, además, en un espacio desde el cual ayudar a la gestión de la compañera presidenta, en la implementación efectiva de sus programas transformadores.
En ese sentido, Casa Compañeras pone a disposición de sus militantes el siguiente proyecto concreto, con la idea de que el mismo sirva, desde la especificidad de un tema nodal para la construcción de una Argentina transformada e inclusiva –vivienda, educación y salud para todos- como iniciativa para la solución de otras necesidades pendientes y para la construcción de poder territorial.
Se trata del programa VES Inclusión, cuyas consideraciones generales les entregamos a los compañeros y compañeras, para su discusión en particular, partiendo de la base de que cada Casa Compañera puede convertirse en un centro de diagnóstico y discusión para la posible implementación del mismo
Hay que poner en marcha una agenda de tareas militantes, contando con herramientas concretas como lo es el programa VES Inclusión, que no tiene por qué ser el único, ni mucho menos; para contribuir a que Cristina obtenga un triunfo arrollador en octubre próximo y para potenciar nuestro espacio y a su conducción nacional; para avanzar en la consolidación y profundización del gran proyecto nacional.
No escatimemos instrumentos de trabajo: discusiones sobre ciclos de cine nacional y latinoamericano; mesas de debate e información con los vecinos, para comunicar las acciones de Estado adoptadas por el gobierno popular, que inducen a cada día más inclusión; actividades culturales; formación de grupos de trabajo que, por ejemplo, ayuden a las instituciones competentes a distribuir el sistema de Televisión Digital Terrestre; y muchas iniciativas más que irán surgiendo de la propia creatividad y compromiso de los compañeros y compañeras.
Debemos tener en cuenta que nuestra tarea se está desplegando en un año decisivo y los lógicos debates al interior de las fuerzas que se suman al proyecto nacional influirán sobre nuestro quehacer militante cotidiano.
En ese sentido, proponemos reflexionar en conjunto acerca de lo siguiente:
• Casas Compañeras es un instrumento puesto al servicio del proyecto que conduce Cristina,
• por consiguiente sus acciones deben ir encaminadas en orden a sus decisiones organizativas y políticas, sean estas dirigidas hacia la implementación de tareas programáticas o más de carácter político electoral,
• debemos garantizar la aplicación de las decisiones colectivas de nuestro espacio (CCNP-Casas Compañeras), en particular en los escenarios y casos en los que podamos hacer aportes de relevancia de cara a las elecciones de octubre próximo, y a nuestra participación activa en las tareas que pueda asignarnos la compañera presidenta,
• Casas Compañeras es una experiencia de organización política original y democrática, que tiene como objetivo construir poder territorial para Cristina 2011, objetivo al que se debe llegar ateniéndonos a la creatividad de los compañeros y las compañeras, que en cada territorio y con sus especificidades, sabrán poner en tensión las herramientas y las acciones políticas que correspondan.
¡Néstor vive!
¡Todos con Cristina, para una patria democrática, justa y soberna!
1 de marzo de 2011