Fuente: Tiempo Argentino
En un año los militares hicieron desaparecer a Héctor Oesterheld, su compañero de toda la vida creador de El Eternauta, y a sus cuatro hijas. Pero Elsa nunca contó la tragedia hasta hoy, 35 años después, contagiada por “la fuerza de Cristina” y por la “esperanza que me despierta este momento”.
Hace más de tres décadas que le cuesta referirse a sus hijas. En la charla, cada vez que sale el tema las llama “las chicas”. A las cuatro, todas secuestradas y asesinadas por la dictadura en el término de un año, en la época en que también las bandas armadas hicieron desaparecer a su marido. El que inventó a Juan Salvo, el mismo que hoy aparece en los afiches de la juventud kirchnerista emulando a un “Néstor que vive”.
Los copos que matan en la historieta bien podrían ser hoy para Elsa la oposición, plagada de “brutos e ignorantes”. A Elsa le gusta ese juego, y ahora habla de todo lo que no habló en 35 años. De su acercamiento tardío –pero no tanto– al peronismo, de Eva como la que “empezó la verdadera transformación”, de Cristina como “la mujer increíble, y por la que tenemos que jugarnos para que el proyecto continúe”, de los criminales viejitos y débiles que mendigan prisión domiciliaria, de la fuerza de la juventud, de los dos nietos que le robaron y que todavía busca.
Y de que, a pesar de haberse sentido muerta, hoy tiene esperanza, como dijo en el homenaje que le hicieron en la reciente Feria del Libro de Frankfurt.
Elsa habla de todo eso.
–¿Por qué ahora?
–Porque el momento actual está lleno de dificultades a causa de la maldad de la oposición, llena de brutos e ignorantes. Y entonces, frente a ese panorama, hay que salir y recordar lo que pasó en la Argentina, y apoyarla a Cristina en todo lo que podamos. Me preocupa el clima que se vive, pero tengo confianza porque la gente que la acompaña es la misma que estaba con Néstor. Es increíble que algunos no quieran reconocer lo que hizo ese hombre. Lo menosprecian y le dicen “cabeza dura”. ¿Sabés lo que creo?, que presentía su muerte, y quiso aprovechar hasta el último minuto de vida para hacer cosas valiosas por el país. Estirar el tiempo que le quedaba, para darle al pueblo lo mejor. Y hablo también porque tengo confianza en la reacción de la gente, en esos millones que no tienen voz y que hoy saben que las cosas están cambiando para mejor. Este país estaba destruido, destruido por la dictadura, por la violencia, por los modelos que lo condenaron a la miseria, y en este tiempo trata de salir adelante. Volviendo a la pregunta, no quise hablar durante muchos años porque no me gustaba referirme a mi vida personal ni a la tragedia. Ahora lo soporto más, pero durante los primeros tiempos fue todo muy difícil. No creía en nada ni en nadie.
–La desaparición de sus cuatro hijas, y después la de Héctor, fueron ocurriendo durante casi un año. ¿De qué manera iba reaccionando? Era como que un nuevo golpe no permitía nunca procesar el anterior.
–Exacto, el drama no me daba margen. Estaba paralizada y sentía que mi vida iba a terminar; o provocaba ese fin o me moría de tristeza. No quería salir de mi casa, me costaba reunirme con gente, pero los que me dieron fuerza fueron mis nietos, y acercarme a Abuelas por consejo de Adolfo Pérez Esquivel. Para colmo, uno le tenía que sumar a sus problemas lo que le pasaba a los demás: yo viví de cerca la desaparición de Azucena (Villaflor), la de las monjas francesas, el secuestro de amigos cercanos, de compañeros de las nenas…
–¿Cuándo se conocieron con Héctor?
–En 1945, yo tenía 17 años y él 24. Fue en el Club Arquitectura, de Vicente López. Era un libre pensador de izquierda, con una inteligencia abrumadora, y venía de una familia de buena situación, con un abuelo alemán ganadero dueño de una gran fortuna que después perdió. Cuando terminó la Guerra Civil Española, Héctor recibió acá a muchos amigos que habían escapado a la Argentina corridos por los franquistas. En cambio, nosotros estábamos en “la otra vereda”. Mis padres eran muy humildes, casi analfabetos, y encima mamá tuvo que sobrellevar que mi hermana mayor muriera de una hepatitis infecciosa cuando yo tenía 12 años. Los dos quedaron derrumbados, pero yo reaccioné llevándome el mundo por delante, con un temperamento bastante fuerte y una voluntad enorme. Me parece que ya se me notaba la capacidad para soportar los golpes que después me dio la dictadura. Lo extraño fue que a pesar de su condición social, mamá era una intelectual sin saberlo: ni siquiera teníamos radio, y sin embargo tocaba el piano maravillosamente y escuchaba música clásica todo el día.
–Se casaron en 1947, cuando el peronismo arrancó con su período más próspero y transformador. ¿Qué significó eso para ustedes?
–Mucho, porque se puede decir que los dos llegamos al peronismo después, pero no tarde como para no darnos cuenta de lo importante que fue y es para la historia de esta nación. Mi referente es Evita, no le veo contras. La comprendo, porque esa mujer debe haber aguantado tanto sufrimiento por su dignidad herida, que después hizo lo que hizo. Es mi reflejo, las mujeres somos lo que somos gracias a ella. Lástima que lo supe tarde, porque cuando ella apareció yo era grande, vivía en mi mundo, de casada, en mi casa, loca por las nenas. Pero bueno, siempre hay tiempo para cambiar y replantearse cosas. Eva fue la que empezó a cambiar este país, un cambio que estamos sintiendo ahora.
–Imagino que a Oesterheld lo miraban de una manera extraña. Geólogo brillante que hablaba varios idiomas, pero escritor de géneros “menores” como la historieta y los cuentos para chicos.
–Es verdad, Héctor era un tipo raro, especial. Introvertido, leía las 24 horas, científico nato. Cuando me contó lo de las historietas le dije que me divorciaba (sonríe), que cómo un hombre como él se iba a dedicar a “eso”, y para colmo firmando con pseudónimo. Pero la verdad es que era tan bueno que las editoriales más importantes, como Abril o el grupo de italianos de Alberto Ongaro, por ejemplo, se lo disputaban permanentemente. Héctor para ellos era una solución porque hacía todo bien: escribía, hacía guiones excelentes, traducía. Fue la época de la revista Gatito, cuando conocimos a María Elena Walsh. Lo de las miradas extrañas es así. La gente debía pensar “pero este tipo no trabaja nunca, vive de rentas”. Estaba en casa todo el día, con las nenas, paseando por el jardín. En el jardín creaba, era como su musa.
–La famosa foto de la familia sentada en el parque. ¿Dónde fue eso, y en qué momento?
–A principios de los ’60, fue la etapa más feliz de mi vida. Te cuento una anécdota: la casa está frente a la estación de Béccar, y el que la compró era un fanático de El Eternauta que nunca se había enterado de que allí vivíamos nosotros. No lo podía creer cuando se lo dijeron. También fue el lugar en donde las chicas empezaron a abrirse a toda la cuestión social.
–¿Por qué?
–Porque entraron a un colegio inglés donde tomaron contacto con otras realidades del mundo, y eso les sirvió para formarse políticamente. Dejaron el colegio cuando no pudimos seguir pagándolo, pero la cabeza ya les había cambiado. Tomé bien el hecho de que empezaran a militar, porque coincidió con mi acercamiento al peronismo. Pero lo que me daba miedo era que todo se estaba haciendo muy violento. Y lo que vino después fue una canallada feroz. El mismo Perón, con su final absurdo, terminó matando a todo el mundo. La Triple A, José López Rega, con el que había estado en España, eso fue una barbaridad. Yo ya presentía lo de la dictadura. Se sabía por todos los chicos que agarraban antes del golpe y me daba terror cada vez que hablaban de “bolches” y “judíos”.
–¿Quiere hablar de las chicas?
–Es difícil porque nunca lo hice (Elsa queda algunos segundos callada). Las nenas eran cuatro personajes excepcionales. Estela era la mayor, la que conocí más grande. Al margen de su hermosura y sus ojos increíbles, me resultaba impresionante lo que esa criatura transmitía con su presencia. Diana era un calco mío. Se casó con un excelente muchacho de familia humilde y decidieron ir a vivir a Tucumán, donde desapareció embarazada de su segundo hijo. Tenía una entrega total, y era como que sabía el peligro que se venía. Beatriz era alegre, siempre estaba haciendo cosas. El día que se la llevaron me propuso encontrarnos en un bar de Martínez, para decirme que dejaría la militancia y se dedicaría a la medicina, pero con una aclaración: “Mami, no quiero ser una doctorcita de consultorio. Me voy a instalar en la selva, como el Che, o en los barrios, donde la gente necesite ayuda de verdad.” Yo le contesté que estaba bien, que eso la engrandecía. No estaba casada pero tampoco vivía con nosotros, y no quería venir porque de esa manera corríamos peligro todos. Yo estaba desesperada, morí en vida cuando empezaron los problemas, y sabía que estaban decididos a liquidar a todo el mundo. Ese día la secuestraron, y su cuerpo fue el único que recibí de los cuatro. Marina fue la que menos conocí, introvertida como el padre, la más chica, la última que entró a la militancia. A todo esto hay que agregar lo de Héctor, que cayó en el medio de la tragedia. Estaba afuera del país y seguro esperaban matar a las chicas para que él volviera. Los asesinos estaban interesados en él, les importaba más que sus hijas, porque no tenía ni pies ni cabeza la manera en que las asesinaron.
–¿Cómo se reacciona frente a los criminales después de tanto tiempo?
–Con la tranquilidad de que nosotros somos los que reclamamos justicia y ellos no tienen ni siquiera la valentía de mirarnos a los ojos. Encima, se hacen los viejitos dolientes que piden prisión domiciliaria. Yo también soy mayor, y ningún asesino sufrió lo que soporté en mi vida. Nada se parece a la desaparición o a la muerte repentina de un hijo. Y sigo por ellas, por las chicas, y por los dos nietos que todavía estoy buscando, de los embarazos de Marina y de Diana. Pero hoy me siento bien, con ganas de dar una mano en este proyecto nacional que encabeza Cristina, donde los jóvenes irrumpen con una fuerza maravillosa. La juventud está dando vuelta este país; nosotros acompañamos.